Tenía dieciséis años cuando la pobreza me empujó a un mundo que jamás imaginé. Mi padre murió de repente, y mi madre apenas podía alimentarnos. Una noche, me miró con los ojos cansados y me dijo:

Después de aquella ceremonia, mi vida cambió de una forma que jamás imaginé. No por la fama o los aplausos, sino por la paz que por fin sentí dentro del corazón.

La Señora Valdés me buscó unos días después. Llegó a mi casa sin chofer, sin joyas, sin orgullo. Solo traía en las manos una carta y en los ojos un remolino de arrepentimiento.

—Luciana… —me dijo con la voz temblorosa—. No hay palabras para borrar el daño que te hice. Pero si alguna vez puedes, perdóname.

Yo la miré largo rato. Durante años soñé con ese momento, con verla pedir perdón, con hacerle sentir un poco de lo que yo sentí. Pero al verla así —tan rota, tan humana— entendí que el perdón no era para ella: era para liberarme a mí.

—Señora Valdés —le respondí—, la vida ya me devolvió todo lo que me quitó. Sus hijos son mi orgullo, y usted… bueno, espero que encuentre paz.

Nos abrazamos. Fue un abrazo breve, lleno de años de silencio y heridas, pero también de cierre. Desde ese día, jamás volví a verla. Me dijeron después que se fue a vivir con una hermana en el norte y que empezó a trabajar dando clases de pintura a niños. Tal vez ahí encontró su redención.

Sofía se convirtió en abogada. Abrió una fundación que ayuda a mujeres trabajadoras del hogar a estudiar y tener derechos justos. Siempre dice que lo hace por “mi madre Luciana”. Cada vez que la escucho decirlo, me tiemblan los ojos y se me aprieta el pecho.

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