Mateo, por su parte, estudió ingeniería. Vive en Barcelona con su esposa y sus dos hijas, pero cada Navidad vuelve a Madrid solo para cocinar conmigo. A veces me toma las manos, me mira con ternura y dice:
—Tú fuiste la verdadera fortaleza de nuestra familia.
Y yo sonrío, sin palabras.
Mi empresa de catering siguió creciendo. No por ambición, sino porque descubrí que la comida también sana. Empecé a contratar a mujeres como yo: empleadas domésticas, madres solteras, viudas. Les enseño a cocinar, a administrar su dinero, a creer en ellas mismas. Cada plato que servimos lleva una historia detrás, un pedacito de dignidad que alguna vez nos negaron.
A veces, por las noches, me siento en la terraza y miro las luces de Madrid. Recuerdo a la muchacha de dieciséis años que llegó con miedo y hambre a una casa donde nadie la quería. Si pudiera hablar con ella, le diría:
“Aguanta, Luciana. Lo que hoy duele, mañana será tu fuerza.”
Porque al final entendí algo: no hay tarea más noble que criar con amor, ni título más grande que ser llamada madre.
Y así, sin rencor y con el alma en calma, cerré mi historia.
No como la sirvienta que un día fue despreciada…
sino como la mujer que aprendió a amar, a perdonar y a renacer.