Hubo un tiempo en que la rapidez no dependía de un procesador, sino de la destreza de la mano y la memoria. Antes de que las computadoras dominaran las oficinas, la taquigrafía y la mecanografía eran habilidades esenciales que se enseñaban en las escuelas secundarias y en los institutos de secretariado. Entre todos los métodos, el sistema Gregg reinaba con sus líneas curvas y fluidas, un lenguaje secreto que solo las más perseverantes lograban descifrar.

Las aulas de mecanografía y taquigrafía estaban llenas de jóvenes—en su mayoría mujeres—que golpeaban teclas con precisión mecánica y garabateaban símbolos indescifrables en sus libretas. Aprender Gregg requería paciencia: cada signo representaba un sonido, cada trazo debía ser rápido pero claro, cada dictado una carrera contra el tiempo. No bastaba con conocer la técnica; había que internalizarla, convertirla en un reflejo instintivo.