«¡Su hija todavía está viva! ¡Hay alguien más en el ataúd!» El niño negro sin hogar corrió hacia adelante y reveló un secreto que impactó al multimillonario…

Jamal apretó los puños, su voz temblando. «Porque vi a Emily. Hace una semana. En el centro, cerca de la vieja estación de autobuses. Estaba viva. Asustada. Y me dijo algo: dijo que había gente detrás de ella. Que no podía ir a casa».

El pecho de Richard se oprimió. Su mente racional le decía que esto no podía ser posible. El coche de Emily había sido sacado de un río. El cuerpo en el interior había sido identificado como el de ella. Aun así, una parte profunda de él quería —no, necesitaba— creerle a Jamal.

«¿Esperas que crea que simplemente te encontraste con mi hija en la calle?», presionó Richard.

Jamal asintió rápidamente. «Ni siquiera sabía quién era al principio. Se veía diferente, desaliñada, como si hubiera estado huyendo durante días. Pero dijo su nombre. Emily Coleman. Me dijo que no confiaba en nadie, ni siquiera en la policía. Me dio esto».

De su bolsillo, Jamal sacó una pulsera de plata. A Richard se le cortó la respiración: era de Emily. Se la había regalado en su decimoctavo cumpleaños. No había duda posible.

La mente de Richard daba vueltas. Si Emily estaba viva, ¿quién estaba en el ataúd? ¿Y por qué alguien se tomaría tantas molestias para fingir su muerte?

Jamal bajó la cabeza. «Me pidió que guardara silencio. Pero cuando vi las noticias sobre el funeral, no pude. No podía dejar que la enterrara mientras ella está ahí fuera, quizá en peligro».

Richard miró fijamente al niño, dividido entre la esperanza y el miedo. La idea de que alguien hubiera orquestado esto era aterradora, pero la pulsera en su mano hacía imposible descartarlo.

«Quiero que me lleves a donde la viste por última vez», dijo Richard con firmeza.

Los ojos de Jamal se abrieron de par en par. «¿Quiere decir… que me cree?».

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