El eco metálico de las esposas cerrándose alrededor de las muñecas de Héctor Torres retumbó como un martillazo en el corazón de su hija. La noticia llegó a Camila en plena escuela secundaria cuando el director interrumpió su clase de ciencias para decirle que había ocurrido una emergencia familiar. Ella supo al instante que algo grave había pasado.
Al salir al pasillo encontró a doña Carmen, amiga cercana de su padre, con el rostro desencajado. “Mi hijita, tu papá necesita que seas fuerte. Lo arrestaron en el trabajo. Lo acusan de robo”, murmuró con voz quebrada. Camila sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Héctor, el hombre que jamás se había quedado con un centavo de más al dar cambio en la tienda, el que siempre le repetía que la honestidad era la mayor riqueza, ahora señalado como ladrón.
Eso es imposible, respondió ella con la voz firme, aunque por dentro estaba hecha trizas. Esa misma noche lo vio a través del frío plexiglass de la sala de visitas de la cárcel. Héctor, con uniforme naranja y mirada apagada, intentó sonreír para no asustarla, pero sus ojos delataban el miedo. No hice nada, Camila. Tienes que creerme.
Ella apoyó su mano contra el cristal como si pudiera traspasarlo. Lo sé, papá, pero necesito que me cuentes cada detalle porque yo voy a defenderte. Héctor parpadeó sorprendido, como si apenas reconociera a la niña que crió. Durante 3 años, mientras él trabajaba hasta tarde, ella había pasado horas escondida en la biblioteca del bufete leyendo libros de derecho, devorando casos y procedimientos como otros devoran novelas.
Lo que comenzó como curiosidad se transformó en obsesión silenciosa. Comprender el sistema que su padre servía, pero al que nunca pertenecía. Ahora todo ese conocimiento adquiría un propósito. Con un cuaderno en mano y una determinación feroz en el pecho, Camila estaba lista para enfrentarse a un monstruo mucho más grande que ella, un sistema legal corrompido por los intereses de los poderosos y en lo más profundo de su corazón sabía que el próximo capítulo no sería una simple defensa, sería una guerra.
Tres días después, el amanecer parecía distinto para Camila. El sol apenas asomaba entre los edificios cuando ella caminó hacia el tribunal con un expediente improvisado en una carpeta de cartón apretada contra su pecho como si fuera un escudo. Llevaba puesto su mejor vestido, uno que ya le quedaba corto, pero que representaba dignidad en medio de la tormenta.
Al llegar a la sala, el olor a madera vieja y a injusticia flotaba en el aire. Desde su asiento en la galería, observó cómo desfilaban acusados como si fueran piezas de una fábrica descompuesta de justicia. Cada uno recibía unos minutos apenas suficientes para que un juez cansado decidiera su destino. Caso número 5, Antoyo 124, Estado contra Héctor Torres, anunció el alguacil.