No tuve tiempo de ofenderme. Diego sacó capturas de pantalla de transferencias de su teléfono: préstamos “disfrazados” a nombre de una empresa fantasma; mensajes en los que Julián programaba reuniones; grabaciones de audio en las que prometía “arreglarlo todo” si Clara “cooperaba”. Había suficiente para una verdad irrefutable y para asustar a cualquiera con dos dedos de frente.
“Tengo un plan”, añadió Diego, mirando hacia la ventana, donde la lluvia seguía pintando mapas. “No me voy a casar. Pero tampoco voy a montar un escándalo. Quiero proteger a la abuela. Quiero proteger a la abuela. Y, aunque te cueste creerlo, quiero proteger a Clara. No es inocente, pero tampoco es la villana”.
Asentí. En mi mente, la palabra “protección” empezó a tener sentido. La boda podía cancelarse con una breve explicación, sin entrar en detalles. La familia tenía que saberlo antes que los proveedores. Teníamos que separar lo personal de lo financiero: revisar las cuentas, evitar que Julián manipulara los contratos. Llamé a mi cuñada, abogada, y le pedí que viniera sin hacer preguntas. Llamé a mi madre para decirle que se echara una siesta temprano y que no viera la televisión. Apagué mi teléfono para evitar atenciones indeseadas.
Cuando llegó Laura, mi cuñada, le explicamos lo esencial y le mostramos las pruebas. Nos pidió calma. “No hagan acusaciones públicas que puedan complicar las cosas después”, advirtió. Propuso dos enfoques: uno personal (una declaración familiar, la cancelación de la ceremonia) y otro técnico (bloquear los pagos y revisar los poderes notariales de la empresa). Yo llamaría al restaurante y a la floristería. Diego enviaría un mensaje a los invitados: “Por motivos personales, la boda no se celebrará”. Nada más. Ni una palabra más. Compasión por Clara, límites por Julián.
Esa noche, cuando el reloj del salón dio las diez, Julián entró en casa oliendo a la colonia que siempre me había gustado, pero que ahora me daba náuseas. Me miró de arriba abajo, calculando. Diego estaba a mi lado.