Tres meses antes, al llegar tarde a casa de un turno en el hospital, había visto a Clara salir del mismo edificio donde Julián tenía un trastero. Le sorprendió, pero no quería sacar conclusiones precipitadas. Al día siguiente, una notificación del banco (compartíamos tarjeta para pagar el banquete) mostraba un cargo extraño en ese hotel cerca de la Puerta de Alcalá. Fue a preguntarle a Clara, con el estómago revuelto; ella lo negó entre lágrimas, jurando que era una reunión con proveedores. Diego quería creerla. Dos semanas después, encontró una prueba de embarazo en la basura del apartamento que iban a compartir. Entonces Clara confesó: «No puedo casarme contigo sin decirte la verdad». Le dijo que había empezado algo con Julián por miedo, por presión, por sentirse en deuda porque le había prestado dinero para cerrar su cafetería en Lavapiés cuando subió el alquiler. «No me di cuenta de lo liada que me metí», dijo. El embarazo no fue planeado. Julián, según Clara, quería seguir adelante con la boda «para evitar un escándalo» y, si nacía el bebé, «ya veríamos».
«¿Y tú?», le pregunté a Diego en voz baja, temiendo su respuesta. “Le dije que era mejor cancelarlo. Me pidió tiempo. Papá ha estado…”, buscó la palabra, “presionándola. Promesas, amenazas, todo”. Me dijo que si cancelábamos ahora, el negocio de catering se iría a pique porque medio barrio de Salamanca nos había contratado para la boda. Que él sabría cómo “manejar” la situación del bebé.
Reconocí el tono de Julián en esas comillas. Esa habilidad para convertir la vergüenza en cálculo. De repente, me sentí menos dolida y más furiosa. No solo por mí, sino también por Diego, por Clara, porque ese niño se había convertido en un escándalo reputacional.
“¿Por qué no me lo dijiste antes?”, pregunté.
“Porque quería pruebas”, respondió Diego. “Y porque no…
No sé si pudiste oír esto sin desmoronarte. Lo siento, mamá.