El día antes del ensayo general, Madrid olía a tierra mojada. Salí del edificio con el paraguas entreabierto y el corazón cargado de listas: flores de Lavapiés, un menú degustación en el restaurante de Arturo Soria, los últimos retoques en mi vestido. Pensaba en el reloj cuando vi a Julián cruzar la calle Alcalá sin mirar, con la gabardina abotonada hasta el cuello. No iba a la notaría —lo supe por el giro—, sino al pequeño hotel tras la Puerta de Alcalá, el mismo al que habíamos ido años antes para celebrar nuestro aniversario. Lo seguí. No pensé; mis pies simplemente decidieron por mí.
Subió en el ascensor; subí las escaleras, contando los escalones como si contarlos fuera una oración. La puerta 407 se abrió antes de que llegara. Oí una risa que conocía: leve, un poco avergonzada. Clara. La novia de mi hijo. Mi futura nuera, con el pelo suelto, llevaba una sudadera que le presté un día que se quedó en casa estudiando y tuvo frío. Julián la agarró de la cintura, y lo demás… lo demás se me quedó pegado a la lengua como una espina.
Quise empujar la puerta, gritar, llamarlo por su nombre completo como solía hacer cuando llegaba tarde. Pero sentí una mano firme en mi antebrazo.
“Mamá”, susurró Diego, mi hijo, con la voz grave de quien ya no es un niño. “No lo hagas aquí”.
Me quedé paralizada. No sabía que estaba detrás de mí, ni cómo había llegado hasta allí. Me temblaban los dedos. Intenté apartarme, y él pegó su frente a la mía como solía hacer cuando tenía fiebre.
“Mamá, lo sé”, dijo. “Y es peor de lo que crees”.
Los segundos se alargaron como chicle. Peor… ¿qué podría ser peor que ver a tu marido con la prometida de tu hijo dos días antes de su boda? Sentí el aguijón de la traición desde dos direcciones, la vida desgarrándose. Me tapé la boca con la mano para ahogar un sonido. Diego me condujo por el pasillo, bajamos las escaleras sin mirarnos, cruzamos el vestíbulo con una fingida dignidad que me supo a papel mojado.