—No seas modesta, Victoria —respondió William, disfrutando del espectáculo—. Ganaste ese trofeo el año pasado. Esto será pan comido.
Kesha callaba, pero su mente volaba quince años atrás, cuando era conocida como Kesha Maro, primera bailarina del American National Ballet. Recordó ovaciones de pie, críticas que la comparaban con las grandes de la historia, la sensación de volar sobre los escenarios. Todo terminó en una noche fatídica: un accidente de coche tras una gala, tres meses en coma, y el diagnóstico demoledor. Los médicos dijeron que sería un milagro si volvía a caminar normalmente. Bailar profesionalmente, imposible.
William, eufórico, ordenó a su hijo:
—Jonathan, ve por tu cámara. Quiero grabar este momento para la posteridad: el día que una limpiadora intentó hacerse pasar por bailarina en mi fiesta.
Jonathan vaciló, incómodo.
—Papá, esto es demasiado. Solo hacía su trabajo…
—La chica —interrumpió William con sarcasmo— aceptó el reto. Ahora nos va a entretener. ¿O prefieres que le cuente a tu novia lo de la semana pasada?
Jonathan palideció. Kesha comprendió que el chantaje era moneda corriente para William. Otro ejemplo del control tóxico que ejercía sobre todos a su alrededor.
—Pon la música —ordenó a la DJ—. Y hagan sus apuestas. Quinientos dólares a que gana mi esposa. Mil a quien apueste por la empleada.
Las risas y las apuestas convirtieron la humillación en espectáculo. Victoria se colocó en el centro de la pista, estirándose teatralmente. William se acercó a Kesha con una sonrisa cruel:
—Cuando pierdas, y perderás, quiero que te arrodilles y pidas perdón por hacernos perder el tiempo. Y por supuesto, quedarás despedida.
En ese instante, algo cambió en la mirada de Kesha. La determinación que la llevó a los escenarios internacionales, la fuerza que la hizo luchar durante meses de rehabilitación, la dignidad que la mantuvo viva cuando perdió todo, renacieron en sus ojos.
—Señor Thompson —dijo serena, estremeciendo a algunos—. Cuando gane, y ganaré, quiero que cumpla su palabra sobre el matrimonio. Pero también quiero algo más.
William arqueó las cejas, divertido.
—¿Ahora exige condiciones? Está bien, diviérteme. ¿Qué más quieres además de casarte con mi hijo?
—Quiero que, delante de todos estos invitados, reconozca que juzgó mal a una mujer por el color de su piel y su trabajo. Y quiero una disculpa pública.
El ambiente se tensó. Algunos invitados susurraron, comprendiendo que esto iba más allá de una simple broma. William se echó a reír:
—Tienes agallas. Está bien, acepto. Pero cuando hagas el ridículo, te irás de aquí sin trabajo y sin dignidad.
Lo que William no sabía era que estaba a punto de enfrentarse no a una simple limpiadora, sino a una mujer que había perdido todo y sabía exactamente cuánto costaba luchar por cada migaja de respeto en una sociedad que la había rechazado.
Mientras Victoria calentaba con pasos básicos de salón, Kesha permanecía inmóvil, pero su mente era una máquina de precisión. Quince años de rehabilitación, de aprender a caminar de nuevo, de aceptar que nunca sería la misma, habían forjado una resiliencia que ninguno de esos ricos mimados podía imaginar.
Uno de los invitados murmuró: