Se fue cuando más lo necesitaba.

—¿Cómo luce?

—Alto, calvo, con una Biblia en la mano.

Tragué saliva.

—Déjalo pasar.

**

Cuando Kenneth entró, Kamsi levantó la vista. Se quedó mirando fijamente.

Sus ojos —los mismos que él me había dicho una vez que eran “suaves como los de una gacela”— ahora lo atravesaban como cuchillos.

—¿Te ayudo en algo? —preguntó, seca.

Kenneth se removió incómodo.

—Yo… soy tu padre.

Silencio.

Kamsi sonrió amargamente.

—No. Tú eres el esperma. El padre es el que está. El que cuida. El que sacrifica. Tú solo fuiste un hombre que huyó.

Él bajó la cabeza.

—Tienes razón.

—¿Entonces qué haces aquí? ¿Después de 21 años? ¿Esperabas que me lanzara a tus brazos? ¿Que dijera “¡oh, papá, gracias por volver!”?

Sus palabras eran cuchillas. Pero cada una era justa.

Kenneth se arrodilló.

—No merezco tu perdón. Lo sé. Solo… quería conocerte. Saber si estás bien. Saber si lograste ser feliz… a pesar de mí.

Kamsi respiró profundo. Su voz tembló.

—Estoy bien. Porque mi madre fue suficiente. Ella me enseñó a cocinar, a luchar, a no mendigar amor. Ella lloró por ti. Pero nunca habló mal de ti. Aunque tenía todo el derecho.

Se le quebró la voz.

—Así que no vengas a darnos discursos ahora. No te necesitamos.

Kenneth lloraba en silencio.

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