Se arrodilló junto a su mesa en la acera, acunando a su bebé. “Por favor, no quiero su dinero, solo un momento de su tiempo”. El hombre del traje levantó la vista de su vino, sin darse cuenta de que sus palabras destrozarían todo lo que creía saber.
La ciudad estaba bulliciosa esa noche: bocinas a todo volumen, gente riendo, camareros yendo de mesa en mesa bajo las hileras de luces del patio. Pero en la mesa 6, afuera de un elegante bistró francés, David Langston removía su vino en un profundo silencio.
Un plato de risotto de langosta permanecía intacto ante él. El aroma a azafrán y trufa apenas lo alcanzaba. Su mente estaba en otra parte, tras cifras de acciones, discursos vacíos en la sala de juntas y otro premio insignificante de otra cena de donantes sin rostro.
Fue entonces cuando oyó su voz.
Suave, crujiente. Casi un susurro.
—Por favor, señor… No quiero su dinero. Un momento.
Él se giró y la vio.
De rodillas.
En la acera de cemento, con las rodillas desnudas apretadas contra la fría piedra, un fino vestido beige cubierto de tierra y con hilos de tela desenredándose en el dobladillo. Llevaba el pelo recogido en un moño despeinado, con mechones pegados a la mejilla. En sus brazos, envuelta en una manta marrón descolorida, yacía una recién nacida.
David parpadeó. No sabía qué decir.
La mujer acomodó al bebé con cuidado y volvió a hablar: «Parecías alguien que podría escuchar».
Un camarero se acercó corriendo. «Señor, ¿debería llamar a seguridad?»
—No —dijo David bruscamente, con la mirada fija en la mujer—. Déjala hablar.
El camarero dudó un momento y luego retrocedió.
David señaló la silla vacía frente a él. “Siéntate, si quieres”.