En el asiento trasero, Adrián apenas respiraba. Alejandro pisó el acelerador, esquivando autos, saltándose semáforos. En menos de siete minutos llegaron a urgencias. Alejandro salió del auto cargando al bebé, gritando por ayuda. —¡Emergencias, aquí! ¡El niño no respira!
Los médicos corrieron hacia ellos, tomaron al bebé y lo pusieron en una incubadora portátil. Carmen intentó seguirlos, pero una enfermera la detuvo. —Espere aquí, por favor.
Alejandro la sostuvo del brazo. —No te preocupes, lo van a salvar.
Carmen lo miró, empapada, los ojos hinchados. —¿Por qué está haciendo esto? —preguntó, casi sin voz.
Alejandro dudó un momento. Vio en ella algo que le recordaba a sí mismo de niño, solo, abandonado en un orfanato, soñando con que alguien viniera a salvarlo. —Porque todo niño merece vivir —dijo simplemente.
En la sala de espera, Alejandro se quitó la chaqueta y la puso sobre los hombros de Carmen. Llamó a su asistente. —Roberto, tráeme ropa seca para una mujer, talla 42, y comida caliente. Ya.
Carmen lo miraba incrédula. —¿Quién es usted?
—Alguien que quiere ayudarte —respondió Alejandro, sin más.
—¿Cómo se llama?
—Alejandro. ¿Y tú?
—Carmen. Y mi hijo se llama Adrián. Tiene tres meses y es todo lo que tengo en el mundo.