Esa noche, después de llevar a Vanessa a casa, Ryan no pudo quitarse la sensación de inquietud. Durante años, se había dicho a sí mismo que divorciarse de Anna había sido mutuo—que ella quería una vida diferente. Nunca se detuvo a pensar en lo que ella soportó mientras él perseguía el éxito.
Al día siguiente, Ryan volvió solo al restaurante. Anna estaba allí, ajustándose el delantal cuando él entró. Se tensó al verlo.
“¿Qué quieres, Ryan?” preguntó con dureza.
“Solo quiero entender,” dijo. “¿Qué quisiste decir ayer? ¿Qué sacrificaste por mí?”
Anna vaciló, sus ojos brillando con un dolor que claramente no quería mostrar. “No necesitas saberlo. Ya no importa.”
“Sí me importa,” insistió Ryan. “Por favor, Anna. Necesito escucharlo.”
Por un momento, pareció que ella iba a alejarse. Pero algo en su tono—o quizás el cansancio de llevar ese secreto—la detuvo. Hizo un gesto hacia una silla vacía. “Tienes cinco minutos.”
Ryan se sentó, con el corazón latiendo con fuerza.
Anna respiró profundo. “¿Recuerdas tu primer emprendimiento? El que casi fracasó antes de comenzar?”
Él asintió lentamente. “Por supuesto. Estaba ahogado en deudas. Pensé que lo perdería todo.”
“Lo habrías hecho,” dijo Anna en voz baja. “Pero yo no te dejé. Vendí la casa de mi abuela—la única herencia que tenía—y te di el dinero. Te dije que era un préstamo. Nunca preguntaste.”
El estómago de Ryan se retorció. “¿Tú… me diste todo lo que tenías?”
“Sí,” continuó Anna, con voz firme pero llena de dolor. “Y cuando las cuentas se acumularon, trabajé en turnos dobles, tomé trabajos que odiaba, solo para que no tuvieras que abandonar tu sueño. A veces saltaba comidas para pagar a tus proveedores. Puse tu futuro por encima del mío.”
Ryan sintió como si le hubieran sacado el aire. “¿Por qué no me lo dijiste?”