Él bajó la mirada.
—Fue un error de juventud. Una relación corta… yo era irresponsable, inmaduro. Ella nació y yo… desaparecí. No asumí nada. La madre nunca me buscó, y yo me convencí de que era mejor así. Hasta que hace un año la madre murió. Entonces me contactó una amiga de ella para decirme que mi hija estaba sola, que tenía problemas económicos y emocionales. Desde ese momento, me obsesioné con la idea de acercarme a ella. Pero no supe cómo hacerlo. Y cuando te reencontré a ti… —me miró con los ojos llenos de desesperación— …tuve miedo de perderte si te lo contaba.
Me quedé en silencio largo rato. Lo entendía… pero también sentía una profunda herida. Habíamos construido un amor basado en la sinceridad tardía, en la madurez que trae la edad. Pero él venía arrastrando una mentira que afectaba no solo a nuestra relación, sino a una vida completa.
—¿Quieres acercarte a ella ahora? —pregunté finalmente.
—Sí —respondió sin dudar—. Y quiero que formes parte de ello… si puedes perdonarme.
Aquel pedido, tan tierno como brutal, dejó mi alma dividida entre el amor y la traición.
Los días que siguieron fueron extraños. Regresamos de la luna de miel antes de tiempo y, aunque nos tratábamos con respeto, había un muro invisible entre los dos. Yo necesitaba ordenar mis sentimientos. Lo amaba, sí, pero también me sentía engañada. Y a los sesenta años, uno ya no quiere comenzar de cero con dudas, sombras o secretos.
Sin embargo, una tarde, mientras pintaba en mi estudio, comprendí que nuestra historia no terminaba allí. Si algo había aprendido en la vida era que el amor real no aparece todos los días, y que a veces elegimos cargar con los errores del otro cuando vemos que hay verdadero arrepentimiento.