Decidí hablar con él.
—Javier —le dije con firmeza—, quiero ayudarte, pero con una condición: ya no más silencios. Ni uno solo.
Él asintió con lágrimas contenidas. Y así comenzamos un proceso que fue tan duro como necesario.
La primera vez que conocí a Laura, su hija, fue en una cafetería sencilla del centro. Javier estaba tan nervioso que apenas podía sostener la taza. Ella, por otro lado, parecía desconfiada, incluso a la defensiva. No era para menos: un hombre que nunca había estado en su vida ahora pedía un espacio en ella.
—¿Tú eres… su esposa? —me preguntó con frialdad.
—Sí —respondí con suavidad—. Pero no estoy aquí para ocupar un lugar que no me corresponde. Solo quiero que tengas la oportunidad de conocer a tu padre… si tú quieres.
La conversación fue tensa al principio, pero poco a poco las barreras comenzaron a caer. Javier, con la voz entrecortada, le explicó su ausencia, su vergüenza, su cobardía. No pidió excusas vacías. Solo asumió su culpa. Y para mi sorpresa, aquello pareció abrir una grieta en el corazón de Laura.
No fue fácil, pero al cabo de algunos meses, comenzaron a verse con más frecuencia. Yo estaba allí, acompañando desde un lugar discreto, sin invadir. Y un día, Laura me abrazó al despedirse. Fue breve, torpe, pero sincero.
Aquel gesto selló la certeza que necesitaba: había tomado la decisión correcta.
Hoy, un año después, somos una familia imperfecta pero real. Javier y yo seguimos construyendo nuestro amor con más transparencia que nunca. Laura viene a comer los domingos. Y yo, que creía que mis historias estaban ya todas escritas, descubrí que incluso a los sesenta la vida puede sorprenderte.
Si te gustaría que escriba una segunda parte, una versión alternativa del secreto, o una historia con otro tono (más dramática, romántica o incluso humorística), cuéntamelo y la creo encantada.