Diego la miró directamente a los ojos.
—No lo sabía hasta ahora.
Isabela sintió que algo se movía en su interior, una calidez que no tenía nada que ver con el fuego. Había algo en Diego que la atraía profundamente: su gentileza genuina, su fuerza silenciosa, la manera en que la había protegido sin esperar nada a cambio.
—Yo también he estado esperando —admitió ella suavemente—, esperando comenzar una nueva vida, encontrar un lugar donde pertenezca.
La conversación derivó hacia territorios más personales. Isabela le contó sobre sus sueños de tener algún día una familia, un hogar estable. Diego compartió sus propios anhelos, algunos de los cuales ni siquiera había admitido ante sí mismo hasta esa noche.
Conforme las horas pasaron, la distancia física entre ellos en el sofá disminuyó gradualmente. No era algo planeado, sino un magnetismo natural. La tormenta seguía rugiendo afuera, pero dentro de la casa habían creado una burbuja de calidez y conexión.
Cerca de las tres de la madrugada, Isabela se quedó dormida con la cabeza apoyada en el hombro de Diego. Él permaneció inmóvil, consciente de cada respiración de ella, del peso suave de su cabeza, del aroma sutil de su cabello.
Por primera vez en su vida adulta, Diego experimentó algo que hasta entonces había sido sólo una curiosidad abstracta. El deseo no era sólo atracción física, aunque Isabela era indudablemente hermosa, era algo más complejo y profundo, una sensación de completitud que nunca había imaginado posible.
Cuando Isabela despertó, ya estaba amaneciendo. La tormenta había amainado considerablemente, aunque aún llovía suavemente. Se encontró acurrucada contra Diego, quien la había cubierto con una manta adicional mientras dormía. Se separó suavemente, sintiendo una mezcla de timidez y algo más intenso que no sabía cómo nombrar.
—Buenos días —murmuró Diego, quien había permanecido despierto la mayor parte de la noche, simplemente observándola dormir y pensando en lo que significaba este cambio en su vida.
—Buenos días —respondió Isabela—. Gracias por cuidarme.
Prepararon el desayuno juntos, una experiencia reveladora para Diego. Había cocinado solo durante tantos años que había olvidado lo reconfortante que podía ser compartir incluso las tareas más mundanas. Isabela se movía por la cocina con eficiencia natural, complementando sus movimientos de manera casi coreografiada.
Después del desayuno, salieron a evaluar los daños de la tormenta. Algunos árboles pequeños habían caído, había charcos enormes y parte de la cerca necesitaba reparación. Pero en general el rancho había resistido bien.
—Debería irme —dijo Isabela mientras observaban el paisaje empapado—. La tormenta ha pasado.
Diego sintió algo parecido al pánico ante la idea de que ella se marchara.
—¿A dónde irá?
Isabela no tenía una respuesta real. Había llegado hasta allí sin un plan específico, sólo con la esperanza de encontrar trabajo y un nuevo comienzo en algún lugar.
Diego tomó una decisión que cambiaría ambas vidas para siempre.