Ranchero era virgen a los 40,hasta que una mujer le pidió quedarse en su granero durante la tormenta…

—Absolutamente no. Con esta tormenta el granero será frío y húmedo. La casa es segura y cálida.

Pero Isabela insistió con una determinación que a Diego le resultó familiar, como si reconociera su propia terquedad reflejada en ella.

—He dormido en lugares peores. El granero estará bien si tiene algunas mantas.

Finalmente, Diego cedió, pero se aseguró de que Isabela tuviera mantas suficientes, una lámpara de aceite y acceso fácil a la casa si necesitaba cualquier cosa. La acompañó al granero, que estaba más fresco que la casa, pero seco gracias a su construcción sólida. El granero olía a heno fresco, madera vieja y esa mezcla característica de campo. Isabela arregló su improvisado lecho en un rincón donde había pacas de heno cubiertas con una lona limpia. La luz dorada de la lámpara creaba sombras danzantes en las paredes de madera, dando al espacio una atmósfera casi mágica.

—Gracias por su bondad —dijo Isabela mientras Diego se preparaba para regresar a la casa—. No muchos hombres habrían ayudado a una desconocida.

Diego se detuvo en la puerta del granero, sintiéndose extrañamente reacio a marcharse.

—No podría hacer otra cosa —respondió honestamente.

Regresó a la casa, pero descubrió que era imposible conciliar el sueño. La presencia de Isabela había alterado algo fundamental en su rutina y en su paz mental. Se encontró pensando en sus ojos dorados, en la determinación con que había caminado kilómetros buscando una nueva oportunidad.

Cerca de la medianoche, un sonido diferente lo alertó. No era solo el rugido de la tormenta, sino algo más específico. Se levantó del sofá y miró por la ventana hacia el granero. La lámpara de aceite se había apagado y el edificio estaba completamente oscuro. Diego se puso las botas y una chaqueta impermeable y corrió bajo la lluvia torrencial hacia el granero.

Encontró a Isabela despierta, acurrucada entre las mantas, claramente tratando de mantener el calor.

—La lámpara se apagó —explicó ella—, y hace más frío del que esperaba.

Sin pensarlo dos veces, Diego la tomó en brazos junto con las mantas.

—Viene conmigo a la casa. No voy a permitir que pase frío.

Isabela no protestó esta vez. Tal vez era el frío o tal vez había algo en la voz de Diego que le transmitía seguridad absoluta. Él la llevó rápidamente a través de la lluvia hasta la casa, donde encendió la chimenea y preparó más café caliente. Se sentaron frente al fuego, cada uno envuelto en mantas, observando las llamas danzar y escuchando el crepitar de la madera.

La intimidad del momento era innegable, pero también natural, como si fuera exactamente donde ambos debían estar.

—¿Nunca se ha sentido solo aquí? —preguntó Isabela, rompiendo el silencio cómodo.

Diego consideró la pregunta cuidadosamente.

—Siempre creí que la soledad era lo que elegía, pero esta noche me ha hecho dar cuenta de que tal vez solo estaba esperando.

—¿Esperando qué?

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