Ranchero era virgen a los 40,hasta que una mujer le pidió quedarse en su granero durante la tormenta…

Sus únicas compañías constantes eran sus animales: tres caballos —Tormenta, Esperanza y Relámpago—, una pequeña manada de vacas, algunas cabras y un gallo presumido que lo despertaba religiosamente cada madrugada.

El día que todo cambió comenzó como cualquier otro. Diego despertó con el canto del gallo, se vistió con sus jeans desgastados y su camisa de trabajo azul, y salió a revisar el ganado. El aire matutino era fresco y aromático, pero algo diferente flotaba en el ambiente. Las nubes se acumulaban en el horizonte oeste con una intensidad inusual. Durante el desayuno, Diego escuchó en su vieja radio de transistores el pronóstico de una tormenta severa, con vientos fuertes y posibilidad de granizo.

Sin perder tiempo, aseguró las puertas del granero, llevó a los animales vulnerables a refugios cubiertos y revisó que las ventanas estuvieran bien cerradas. Mientras trabajaba, una superstición heredada de su abuela se apoderó de él: los cambios climáticos drásticos traen cambios en la vida de las personas.

A media tarde, el cielo se convirtió en una manta gris plomiza. El viento comenzó a soplar con fuerza, haciendo crujir las ramas y levantando remolinos de polvo. Diego, tras asegurar todo, se dirigió a la casa, pero algo lo hizo detenerse. En la distancia, distinguió una figura moviéndose hacia su rancho. Al principio pensó que era un animal, pero pronto vio que era una persona a pie, algo extraordinario y potencialmente peligroso en esa región.

Montó a Tormenta y galopó hacia la figura. Era una mujer joven, claramente agotada y luchando contra los elementos. Llevaba una falda larga de color café y una blusa blanca, ambas cubiertas de polvo. Su cabello castaño estaba parcialmente suelto de lo que alguna vez fue una trenza ordenada. Cuando llegó hasta ella, Diego desmontó rápidamente. La joven levantó la vista y sus ojos se encontraron. Eran del color del ámbar, con destellos dorados que capturaban la luz incluso bajo el cielo gris. Había determinación en su mirada, pero también vulnerabilidad y cansancio.

—Señor, por favor —dijo ella con voz ronca—, necesito refugio. Se aproxima la tormenta y no tengo a dónde ir.

Diego se quedó sin palabras, impactado no sólo por su belleza, sino por algo más profundo, como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida. Finalmente logró articular:

—Por supuesto. Soy Diego Mendoza.

—Isabela —respondió ella—. Isabela Herrera.

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