Ranchero era virgen a los 40,hasta que una mujer le pidió quedarse en su granero durante la tormenta…

Ranchero era virgen a los 40,hasta que una mujer le pidió quedarse en su granero durante la tormenta

En el árido norte de México, donde el viento del desierto susurra secretos que sólo los solitarios pueden escuchar, vivía Diego Mendoza, un hombre envuelto en misterio y soledad. Su rancho se extendía por hectáreas de tierra seca, rodeado de montañas lejanas que dibujaban siluetas dentadas contra el cielo infinito. El sol implacable había curtido su piel hasta convertirla en cuero bronceado, y su cabello negro contrastaba con unos ojos verdes, herencia de algún antepasado europeo olvidado por el tiempo.

A los 33 años, Diego era un enigma incluso para sí mismo. Mientras otros hombres ya tenían familias, él había elegido la compañía del ganado y la vastedad del paisaje. Las mujeres del pueblo cercano, a tres horas a caballo, lo miraban con curiosidad cuando aparecía cada dos meses para comprar suministros, pero él mantenía las conversaciones breves, casi ceremoniales.

La rutina de Diego era tan predecible como las estaciones. Se despertaba antes del amanecer, cuando las estrellas aún parpadeaban en el cielo púrpura. El aroma del café recién hecho llenaba su pequeña casa de adobe, mientras sus caballos relinchaban esperando el desayuno. Los días transcurrían entre reparar cercas, cuidar el ganado y mantener la bomba de agua funcionando. Las noches, sin embargo, eran distintas. Después de la cena solitaria, Diego se sentaba en el porche de madera, observando cómo las luciérnagas danzaban entre los cactus floridos. A veces tocaba la guitarra de su padre, dejando que melodías melancólicas se perdieran en la inmensidad del desierto.

La casa reflejaba su personalidad: funcional, pero cálida. Las paredes de adobe mantenían la temperatura fresca durante el día y conservaban el calor por las noches. Vigas de madera oscura sostenían el techo, y pequeñas ventanas permitían que la luz dorada del atardecer creara patrones geométricos en el suelo de baldosas rojas. Un crucifijo tallado a mano colgaba sobre la chimenea, junto a una fotografía descolorida de sus padres.

Diego había aprendido la autosuficiencia por necesidad. Sabía reparar motores, coser heridas tanto en animales como en humanos, cocinar platillos sencillos y leer el clima con la precisión de un meteorólogo. Sus manos, grandes y callosas, eran hábiles manejando un lazo o curando a un becerro enfermo. Pero había algo que lo diferenciaba de otros rancheros: su completa inexperiencia con las mujeres. No era por falta de oportunidades ni de atractivo físico. Las señoritas del pueblo habían intentado captar su atención, pero Diego, marcado por una madre profundamente religiosa y la pérdida temprana de ella, se había sumergido en el trabajo del rancho, construyendo capas de aislamiento emocional año tras año.

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