«Prometo pagar cuando sea grande».
Esas palabras provenían de una niña que estaba de pie en medio de un pasillo abarrotado de un supermercado. Su camisa estaba rota, sus zapatos eran desiguales, y en sus flacos brazos apretaba a la vez a un bebé y un cartón de leche. No tendría más de nueve años, pero su voz tenía la firmeza de alguien que había vivido mucho más allá de su edad.
La tienda se paralizó. Los clientes se detuvieron, con las cestas suspendidas en el aire. La cajera frunció el ceño y señaló a la niña, incrédula. —¡Oye! No puedes irte con eso. Déjalo o llamo a la policía.
La niña no se inmutó. Reajustó al bebé —sus mejillas hundidas, sus labios resecos— y reforzó su agarre. —Mi hermanito no ha comido desde ayer. No estoy robando. Solo les pido que confíen en mí.
Fue entonces cuando un hombre alto, con un traje gris hecho a medida, se detuvo cerca del alboroto. Se llamaba Richard Hale, empresario millonario y propietario de la cadena de supermercados donde se encontraban. A diferencia de los demás, no hizo una mueca ni negó con la cabeza. Se puso a la altura de la niña. —¿Cómo te llamas? —preguntó suavemente. —Amara —respondió ella en un susurro—. Y él es Isaiah. —¿Dónde están vuestros padres? —Se fueron —dijo ella con voz monocorde—. Dijeron que volverían. Nunca regresaron.
La cajera murmuró: —Señor, seguro que miente. Deberíamos llamar a seguridad. Pero la mirada de Richard permaneció fija en los niños: en su hambre, su angustia y la dignidad silenciosa en las palabras de Amara. Sacó de su cartera un grueso fajo de billetes y se lo tendió.
Amara negó con la cabeza. —No quiero dinero. Solo la leche.