Sonreí sin responder, pero por dentro, sentía inquietud.
Una novia de 40 años, casándose con un hombre discapacitado… sonaba más triste que feliz.
En la noche de bodas, permanecí acostada, con las manos temblorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de hojalata.
Dũng entró al cuarto con paso cojo, sosteniendo un vaso de agua.
“Bebe un poco, te ayudará a calmarte,” dijo con voz suave como el viento.
Lo miré y asentí.
Él apagó la luz, se sentó al borde de la cama.
El silencio era tan denso que dolía. Cerré los ojos, el corazón me latía con fuerza, esperando algo incierto entre el miedo y la ansiedad.
Pero al cabo de un momento, escuché su voz en un susurro:
“Duerme, amor. Sé que no me amas. No necesito nada, solo que te quedes… que no te vayas.”
Abrí los ojos y, bajo la tenue luz, vi en los suyos una tristeza profunda.
Luego se levantó, fue hasta una silla de madera y se recostó allí, en silencio, toda la noche.
Entonces lo comprendí: tenía miedo de asustarme, de hacerme daño.
Y en medio de aquel cuarto frío, sentí que algo en mi corazón se calentaba.
Con el tiempo, me fui acostumbrando.
Dũng se levantaba temprano, cocinaba, preparaba el té para su madre y pasaba el día arreglando aparatos.
Cada noche me esperaba con la mesa servida y me preguntaba:
“¿Tuviste un día cansado?”
Al principio solo respondía con un “sí” distraído, pero poco a poco, mi corazón empezó a ablandarse.
No decía palabras bonitas, pero cada uno de sus gestos era tierno, sincero.
Una vez me enfermé.
En plena noche, bajo la lluvia, él me cargó en su espalda hasta el centro médico. Su pierna mala temblaba de esfuerzo.
El médico, al verlo, dijo conmovido:
“Ese hombre la ama de verdad.”