Pero cuando su propio padre la entregó a un guerrero apache como castigo, nadie imaginó que encontraría el amor más puro que había existido jamás.

Había perdido peso.

Su postura era más erguida, su piel brillaba con salud y sus ojos tenían una determinación que nunca había visto en ella.

Pero lo que más lo perturbaba era la ausencia total de la sumisión que había caracterizado todos sus años anteriores.

“Mañana irás al convento”, declaró finalmente, como si pudiera restaurar su autoridad mediante la firmeza de su voz.

Las hermanas se encargarán de limpiar tu alma de las influencias paganas que has absorbido.

No, respondió Jimena simplemente.

No iré al convento y no permitiré que destruyan lo que he construido.

El silencio que siguió fue tan profundo que se podía escuchar el viento nocturno susurrando entre los árboles del jardín.

Don Patricio no podía recordar la última vez que alguien en su familia se había atrevido a desafiarlo tan directamente.

La guerra entre el pasado y el futuro de Jimena estaba a punto de comenzar.

La noticia de que Jimena Vázquez de Coronado había regresado del cautiverio a Pache se extendió por la alta sociedad mexicana como un incendio en época seca.

Para el mediodía siguiente, la mansión familiar estaba rodeada de curiosos que esperaban ver a la mujer que había vivido entre salvajes durante meses.

Pero las expectativas de encontrar a una víctima traumatizada se desvanecieron cuando Jimena apareció en el balcón principal con una dignidad que dejó sin palabras a los espectadores.

Don Patricio había convocado al padre Sebastián, el director del convento de las hermanas de la caridad, para que evaluara el estado espiritual de su hija.

El sacerdote, un hombre de 60 años acostumbrado a lidiar con mujeres rebeldes de familias acomodadas, llegó preparado para encontrar resistencia.

Lo que no esperaba era encontrarse con una mujer que irradiaba una paz interior que él mismo envidiaba.

Hija mía, comenzó el padre Sebastián con tono condescendiente.

Entiendo que has pasado por una experiencia muy difícil.

El contacto prolongado con paganos puede corromper el alma de maneras que no siempre son evidentes.

En el convento te ayudaremos a purificar tu espíritu a través de la oración y la penitencia.

Jimena lo escuchó con paciencia antes de responder.

Padre, con todo respeto, mi alma nunca ha estado más pura que ahora.

He pasado estos meses sirviendo a Dios a través del servicio a otros, sanando enfermos y aliviando sufrimiento.

Si eso es corrupción, entonces no entiendo qué significa la virtud.

Sus palabras cayeron como piedras en agua quieta.

El padre Sebastián intercambió una mirada incómoda con don Patricio.

Habían esperado encontrar a una mujer quebrada que necesitara salvación, no a alguien que hablara de su experiencia como una epifanía espiritual.

Además, continuó Jimena con voz firme.

He decidido que no iré al convento.

He encontrado mi vocación verdadera y es una que puedo ejercer mejor en libertad que encerrada entre muros.

Don Patricio se puso de pie bruscamente, su rostro enrojeciendo de furia.

No tienes opción en este asunto.

Eres mi hija y mientras vivas bajo mi techo, obedecerás mis decisiones.

Entonces no viviré bajo su techo.

Respondió Jimena con calma sobrenatural.

Me iré esta misma noche si es necesario.

Prefiero dormir bajo las estrellas como mujer libre que en una cama dorada como prisionera.

El impacto de sus palabras resonó por toda la habitación.

Doña Guadalupe, que había permanecido en silencio observando la transformación de su hija, finalmente habló.

Jimena, dijo con voz temblorosa.

¿Qué te ha pasado? Nunca habías hablado así en tu vida.

Lo que me pasó, madre”, respondió Jimena, volviéndose hacia ella con una mezcla de compasión y firmeza.

“Es que finalmente aprendí a valorarme.

Aprendí que mi valor no depende de encontrar un marido que ustedes aprueben o de producir herederos para perpetuar el apellido familiar.

Mi valor viene de lo que puedo aportar al mundo, de las vidas que puedo tocar y sanar.

” Fue en ese momento cuando se escuchó el sonido de cascos aproximándose a galope.

Todos se voltearon hacia la ventana, donde pudieron ver una nube de polvo acercándose rápidamente a la mansión.

Cuando la polvareda se asentó, reveló una imagen que dejó a todos sin aliento.

Tlacael, montado en su caballo de guerra, pero no solo.

Lo acompañaba una delegación de guerreros apaches y también varios colonos mexicanos que Jimena reconoció como personas a quienes había tratado médicamente.

El guerrero Apache desmontó con gracia felina y caminó directamente hacia la entrada principal de la mansión.

Su presencia era imponente.

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