Para el octavo cumpleaños de mi hija, mis padres le enviaron un vestido amarillo. Al principio pareció feliz, pero luego se quedó helada, y su sonrisa se desvaneció. —¿Qué es esto, mamá? —susurró. Me acerqué para mirar mejor y un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras mis manos empezaban a temblar. No lloré. Solo actué. A la mañana siguiente, mi teléfono no dejó de sonar.

—Tranquila. No soy tan imprudente —interrumpió—. Solo me pregunto si ya le contaste quién eres realmente. Lo que pasó realmente.

La rabia me nubló la vista.
—No te atrevas…

—¿Y si voy a visitarte? Sería como los viejos tiempos. Tú con tu vestido amarillo. Tu niña con el suyo. Tres generaciones de recuerdos.

Colgó.

Me quedé escuchando el tono muerto, incapaz de moverme.

Pensé en ir a la policía. Pero ¿qué diría? ¿Que alguien había escondido una foto antigua en un vestido infantil? ¿Que un hombre al que jamás condenaron, y al que nunca pudieron localizar, había llamado de un número que no se usaba desde hacía dos décadas?

Tenía que proteger a Lucía. Y para eso entendí que debía enfrentar algo que jamás había tenido el valor de mirar de frente.

Tomé las llaves.
Desperté a mi hija con suavidad.
Y salimos antes de que el sol terminara de subir.

No sabía exactamente adónde ir, solo sabía que no podíamos quedarnos. Manejé durante casi una hora hacia las afueras de la ciudad, donde vivía mi amiga Clara, la única persona a quien había contado la verdad en su momento. Llegamos antes de que ella saliera a trabajar. Cuando abrió la puerta y me vio con Lucía medio dormida sobre mi hombro, entendió que era algo serio.

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