Para el octavo cumpleaños de mi hija, mis padres le enviaron un vestido amarillo. Al principio pareció feliz, pero luego se quedó helada, y su sonrisa se desvaneció. —¿Qué es esto, mamá? —susurró. Me acerqué para mirar mejor y un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras mis manos empezaban a temblar. No lloré. Solo actué. A la mañana siguiente, mi teléfono no dejó de sonar.

—Pasa. Cuéntamelo todo —dijo sin preguntar más.

Le mostré el vestido, la foto, le relaté la llamada. Ella escuchó sin interrumpir, con los labios apretados. Cuando terminé, su expresión era una mezcla de furia y preocupación.

—Esto no es casualidad —dijo—. Alguien tuvo que tener acceso al paquete, al vestido, a tus padres. Y él… él nunca estuvo tan lejos como pensábamos.

Sabía que tenía razón. Lo había presionado todo este tiempo: el silencio de mis padres al tema, la ausencia de un cierre judicial, la forma en que yo siempre cambiaba de tema cuando Lucía preguntaba por fotos antiguas.

Decidimos que Lucía se quedara con Clara mientras yo iba a hablar con mis padres. Ellos no entendían por qué los había llamado tan temprano, pero aceptaron verme. Cuando llegué, mi madre ya estaba en el porche, nerviosa.

—¿Todo bien con el vestido? —preguntó.

—¿Dónde lo compraste? —fue lo único que pude decir.

Mi madre frunció el ceño.
—No lo compré. Le pedí a una antigua conocida que lo hiciera. Pensé que sería bonito que Lucía tuviera algo parecido al que tú usaste.

Mi corazón dio un vuelco.
—¿Quién?

—La hermana de él —dijo mi madre, sin imaginar el terremoto que acababa de provocar—. Dijo que había retomado la costura. No pensé que habría problema.

Leave a Comment