Pensé que se había ido del país, que nunca más sabría de él.
Pero ahora esa foto estaba dentro del vestido de mi hija.
A las seis y veinte, el teléfono dejó de sonar. El silencio fue incluso peor. Me vestí rápido y bajé al comedor. El vestido seguía allí. Respiré hondo y lo guardé en una bolsa. Luego, tomando fuerzas, volví a mi móvil y llamé yo. Con el pulso acelerado, esperé.
—Sabía que ibas a devolverme la llamada —dijo una voz masculina, ligeramente envejecida.
Sentí un sudor frío.
—¿Qué quieres?
—Solo asegurarme de que recibiste mi mensaje. No esperaba que tus padres todavía guardaran aquel vestido. Ha envejecido bien. Igual que tú.
Me quedé muda. Él rió suavemente, como si estuviéramos hablando del clima.
—Ella se parece tanto a ti —añadió con un tono que me heló la sangre—. Pensé que sería lindo que tuviera algo tuyo. Algo… compartido.
Mi cuerpo entero reaccionó con un impulso animal.
—Si te acercas a mi hija, juro que—