Para el octavo cumpleaños de mi hija, mis padres le enviaron un vestido amarillo. Al principio pareció feliz, pero luego se quedó helada, y su sonrisa se desvaneció. —¿Qué es esto, mamá? —susurró. Me acerqué para mirar mejor y un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras mis manos empezaban a temblar. No lloré. Solo actué. A la mañana siguiente, mi teléfono no dejó de sonar.

Cuando estuvo fuera de vista, me quedé mirando el vestido amarillo extendido sobre la mesa. Mis padres no sabían nada, era imposible que ellos… pero aun así, alguien había puesto aquella foto allí, alguien que conocía un capítulo de mi vida que yo había intentado enterrar durante veinte años.

Esa noche casi no dormí. El vestido seguía sobre la mesa del comedor, como un animal dormido al que no quería tocar. La foto, guardada bajo mi almohada, parecía emitir calor, como si todavía conservara la electricidad del instante en que fue tomada.

A las seis de la mañana, mi teléfono comenzó a sonar. Una vez, dos veces, veinte veces.
Siempre el mismo número.
Un número que yo conocía.

Y en ese momento supe que el pasado no solo había vuelto: venía por nosotras.

No contesté las primeras llamadas. Ni la quinta ni la décima. Me quedé sentada en la orilla de la cama, con el teléfono vibrando entre mis manos. El número seguía parpadeando: no había cambiado en veinte años. Eso, en sí mismo, decía demasiado.

Lucía seguía dormida, abrazada a su muñeca. Su respiración calma contrastaba con el vértigo que me revolvía el estómago. La foto bajo mi almohada parecía un imán que tiraba hacia abajo, obligándome a enfrentarla. La saqué de nuevo.

En la imagen aparecía yo, a los ocho años, con el mismo vestido amarillo. Mi postura era rígida, mi boca no sonreía. Y junto a mí, con la mano en mi hombro, estaba Él. Su rostro medio fuera de cuadro, pero reconocible. Demasiado reconocible.

Hacía veinte años que no sabía de él. Veinte años desde la última vez que alguien me creyó cuando conté lo que había pasado en aquella casa donde me dejaban después del colegio. Él era “amigo de la familia”, alguien en quien mis padres confiaban ciegamente. Y cuando todo salió a la luz, él desapareció antes de que la policía pudiera interrogarlo.

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