La caja llegó un jueves por la tarde, todavía tibia del sol. Era de mis padres, que viven a casi mil kilómetros. En la etiqueta decía: “Para Lucía, con todo nuestro amor. Feliz cumpleaños, mi cielo.”
Lucía, que acababa de cumplir ocho años, abrió el paquete con esa mezcla de emoción y torpeza infantil. El papel crujió. Adentro, perfectamente doblado, había un vestido amarillo, de un tono cálido, suave, casi idéntico al que yo misma usé en mis fotos de cumpleaños cuando tenía su edad.
—¡Es precioso! —dijo ella al principio, tocando la tela con las yemas de los dedos.
Pero antes de que pudiera levantarlo del todo, se quedó rígida. La vi tensarse como si alguien la hubiera llamado por su nombre desde un lugar invisible. Su sonrisa se deshizo tan rápido que por un segundo pensé que la imaginaba.
—¿Qué es esto, mamá? —susurró.
Bajé la mirada al vestido. Y lo entendí.
Sentí cómo el aire se volvía pesado, como si el salón de repente careciera de oxígeno. El vestido, idéntico al mío, tenía algo más: una costura interior descosida, justo en el forro, donde se asomaba una marca oscura, casi imperceptible. Cuando tiré suavemente del borde, salió un pequeño sobre arrugado, de papel fotográfico antiguo.
Dentro había una foto. Una foto que no debió estar allí. Una foto que jamás se tomó con ese vestido.
Yo no lloré. No podía. Tampoco grité. Simplemente actué. Guardé la foto en mi bolsillo, tomé a Lucía de los hombros y le pedí que fuera a su cuarto “a probarse otra cosa”. Ella me miró dudando, pero obedeció.