Le desabroché la camisa con cuidado. Don Héctor cerró los ojos y respiró hondo. Cuando la tela se desprendió, me quedé sin aliento.
Una larga cicatriz le recorría la espalda, pero lo que más me impactó no fue su longitud ni su color. Fue la historia que se escondía tras ella. Años atrás, Don Héctor había salvado a una niña pequeña que se había caído de una bicicleta. Esa niña era yo, su futura nuera. Al protegerme, sufrió graves heridas que le dejaron esta cicatriz.
Me quedé paralizada, abrumada por la valentía y el altruismo que había guardado en silencio durante décadas. Don Héctor abrió los ojos con lágrimas en los ojos:
—Tenía miedo… de perder a tu madre, de que Ángel me guardara rencor… pero nunca me arrepentí de haberla salvado.
Esa noche, me quedé en silencio en mi habitación. Cuando Ángel regresó alrededor de las diez, me vio pálida y me preguntó:
—¿Qué pasó?
Respiré hondo y dije: