Llevaba tres años casada cuando mi suegro, Don Héctor, sufrió un derrame cerebral que lo dejó parcialmente paralizado. Desde ese día, mi suegra, Doña María Elena, pareció perder también las fuerzas. Mi esposo, Ángel, conducía camiones de larga distancia y estaba fuera casi toda la semana, dejándome a mí al cargo de todo en casa.
Siempre le había tenido mucho cariño a Don Héctor. Era un hombre serio, tranquilo pero observador. Desde el día en que me casé con Ángel, me había tratado con una calidez y atención que rara vez le mostraba a su propio hijo, como si cargara con una culpa silenciosa. Había un peso en su mirada, una carga oculta que se guardaba para sí.
Una tarde lluviosa en Guadalajara, mi suegra fue a una reunión de mujeres del barrio, y Ángel seguía camino a Monterrey. Yo estaba sola con Don Héctor.
Cuando llegó la hora de ayudarlo a bañarse, murmuró débilmente:
—Mejor… mañana, hija. Hoy no me siento bien.
Sonreí suavemente: