Pagué por todos durante siete años, hasta que eché a toda la familia de mi marido.

“¿Y?”, preguntó Ira. “¿Se han mudado todos?”

“Como cucarachas por el diclorvos”, rió Natalya. “Solo que maletas más grandes”.

“Mamá, lo estás haciendo genial”, dijo Ira con seriedad. “De verdad pensé que aguantarías otros diez años”.

“Yo también lo pensé”, admitió Natalya. “Y entonces me di cuenta: si no paro ahora, les llevaré borscht cuando sea vieja”.

Hablaron un poco más sobre la vida cotidiana, sobre el trabajo, sobre su amiga, que “también planeaba echar a su marido y a su madre de casa”.

Antes de colgar, Ira dijo:

“Lo principal, mamá, es no arrepentirse. Hiciste todo lo que pudiste. Ahora es su vida”.

Natalya suspiró:

“Es una pena la energía desperdiciada”. Todavía puedes ganar dinero.

“Dinero, sí”, asintió su hija. “Y ahora te ahorrarás energía”.

Se despidieron.

Esa noche, Natalya permaneció en silencio un buen rato, acostumbrándose a que nadie daba portazos, crujía bolsas ni iba al baño a través de su habitación porque “el pasillo está bloqueado”.

Al amanecer, de repente se sorprendió pensando: no tenía miedo. No sin su marido, no sin su “familia”, no sin el eterno “somos familia, nos lo debes”.

Lo que le daba más miedo era seguir viviendo como vivía.

Epílogo. El precio de la insolencia y la recompensa del “no”.
Un mes después, Natalya recogió sus documentos en el MFC: el sello de divorcio tenía un aspecto extraño en su pasaporte, como un punto decisivo en lugar de los antiguos puntos suspensivos.

Viktor llamó un par de veces.

Leave a Comment