Abrió la puerta:
“Te deseo lo mejor. De verdad. Sepárate de mí.
Sveta resopló:
“Te arrepentirás. Nadie estará ahí para limpiarte el culo en tu vejez”.
“Para eso tendré una buena enfermera”, sonrió Natalya con cansancio. “Por dinero. A diferencia de ti, ella sabrá por qué le pagan.
La puerta se cerró. En el rellano aún se oían pasos, el zumbido del ascensor y la risa de alguien.
Y entonces se hizo el silencio.
No sepulcral, pero… el silencio justo. Ese en el que se oye el goteo del agua en la bañera, el chasquido de una pequeña chispa en el interruptor de la luz, el suave ronquido de un perro junto al radiador.
Natalya recorrió el apartamento.
El dormitorio: suyo. Solo suyo. Nada de túnicas extrañas en la silla, nada de perfumes extraños. Abrió el armario y, por primera vez en años, vio sus propias cosas, no abarrotadas de ropa ajena.
La cocina estaba limpia. Una taza en la mesa, un plato en el escurridor.
El salón: ya no era la eterna alfombra de juguetes del niño “temporal” ni Sveta despatarrada en el sofá con su teléfono.
El perro se acercó y la acarició. mano.
“Bueno”, dijo Natalya, “creo que ya estamos en casa”.
Esa noche, su hija llamó.