—“¡Dios mío! ¡Niño, aguanta!”, gritó el hombre mientras rompía el candado de la puerta.
Corrió hasta Nico, lo levantó en brazos y lo envolvió en su abrigo. El pequeño apenas podía hablar, pero alcanzó a susurrar:
—“¿Me vas a dejar también…?”
El hombre sintió un nudo en la garganta. Con lágrimas en los ojos, le acarició el cabello y prometió:
—“Jamás. Nunca más vas a estar solo”.
Esa misma tarde lo llevó al hospital. Los médicos confirmaron que Nico estaba desnutrido y deshidratado, pero vivo. Milagrosamente vivo.
Días después, la policía localizó a los padres adoptivos. Habían abandonado deliberadamente al niño durante la mudanza. El escándalo conmocionó a toda la comunidad, y fueron procesados por negligencia y abandono.
Mientras tanto, el hombre que lo había encontrado —un maestro jubilado sin hijos— pidió formalmente la custodia de Nico. Y contra todo pronóstico, la obtuvo.
Años después, Nico recordaría aquel día como el peor y, a la vez, el mejor de su vida. Porque aunque fue abandonado, también fue el día en que alguien lo eligió de verdad.

La casa que antes fue su prisión se convirtió en el lugar donde comenzó una nueva vida. Una vida donde, finalmente, conoció el significado de la palabra hogar.
Nico intentó abrir una y otra vez cada puerta, cada ventana, hasta que sus manos se llenaron de raspones. La garganta le ardía de tanto gritar los nombres de sus padres, pero nadie respondía.
El hambre pronto se mezcló con la sed. Bebió agua estancada de un cubo olvidado en la cocina y se tapó con una manta vieja que encontró en un armario. En la oscuridad, el crujir de la madera y los silbidos del viento se sentían como voces.