Decisiones que afectaban a cientos de empleados. Una vida de soledad dorada en la cima del éxito. “Las pérdidas nos moldean”, dijo Manuel pensativo. “Nos obligan a descubrir fuerzas que no sabíamos que teníamos.” Carmen lo miró con renovado interés. Este hombre sencillo poseía una sabiduría que muchos de sus asesores, altamente pagados no tenían. “Señor Manuel, una voz llamó desde la calle. Un hombre mayor asomaba por encima de la valla del frente. Perdone que lo moleste en sábado, pero el coche no arranca y mañana tenemos la visita de los nietos.” Manuel se puso de pie inmediatamente.
Voy enseguida, don Francisco. Se volvió hacia Carmen. El deber me llama. Ha sido un placer compartir esta limonada. El placer ha sido mío respondió ella, levantándose también. Y gracias por arreglar la valla. Vuelve mañana”, exclamó Lucía, abrazando impulsivamente a Carmen. “¿Puedo enseñarte mi colección de piedras brillantes?” Carmen, sorprendida por el gesto, correspondió al abrazo torpemente. No recordaba la última vez que alguien la había abrazado sin querer nada a cambio. “Me encantaría ver esas piedras”, respondió con voz ligeramente temblorosa.
Mientras Manuel acompañaba a Carmen hasta la pequeña puerta en la valla recién reparada, un pensamiento cruzó su mente. Aquella mujer guardaba secretos como todos. Pero había algo en ella que inspiraba confianza. Quizás era la forma en que escuchaba a Lucía con genuino interés o como sus ojos reflejaban una soledad que él conocía demasiado bien. Hasta pronto, vecina, se despidió Manuel extendiendo su mano. Carmen la estrechó, sintiendo la calidez y la fuerza de aquellos dedos marcados por el trabajo honesto.
Hasta pronto, vecino. Al volver a su casa, Carmen se detuvo frente al espejo del recibidor. Observó a la mujer sencilla que le devolvía la mirada, tan diferente de la poderosa empresaria que aparecía en las revistas económicas. Por primera vez en años sintió que ambas versiones de sí misma podían coexistir. En su despacho, el teléfono no dejaba de sonar. 20 llamadas perdidas de su asistente Ernesto, quien seguramente estaría desesperado por consultarle sobre la adquisición de unos terrenos, decisiones que ahora parecían tan lejanas como las estrellas.
Carmen miró por la ventana. Manuel ya se había marchado con su vecino, pero Lucía seguía en el jardín hablando con la que ahora descansaba sobre una hoja. Una valla rota había sido el inicio. ¿De qué? Aún no lo sabía. Pero por primera vez en mucho tiempo, Carmen Álvarez sentía curiosidad por el futuro, un futuro que quizás podría ser diferente al que había planeado meticulosamente durante años. En el horizonte, las primeras estrellas comenzaban a aparecer, testigos silenciosos de un encuentro aparentemente casual que cambiaría para siempre el destino de dos personas separadas por mucho más que una simple valla de madera.
La campanilla del taller San Miguel sonó débilmente cuando Carmen empujó la puerta. El olor a aceite de motor y metal recién trabajado impregnaba el aire. Dos semanas habían pasado desde aquel sábado de la valla rota. Dos semanas de visitas casi diarias entre vecinos que poco a poco dejaban de serlo para convertirse en algo más. Un momento, por favor. La voz de Manuel llegó desde un coche elevado en el montacargas. No hay prisa, respondió Carmen observando el modesto taller.
Manuel apareció limpiándose las manos con un trapo. Su sorpresa fue evidente al reconocerla. Carmen, no esperaba verte aquí. Pasaba cerca y pensé en saludarte. Mintió. En realidad había cancelado una reunión con inversores extranjeros para poder estar allí. Interrumpo algo importante. Solo la rutina diaria. Este viejo sedán necesita un cambio de aceite urgente. Carmen recorrió el taller con la mirada. Tres coches esperaban ser atendidos, herramientas organizadas meticulosamente en paneles, facturas y papeles apilados sobre un pequeño escritorio. Todo hablaba de trabajo constante, pero también de dificultades económicas.