—Yo soy Conceição. La menor. Mi madre murió cuando nací… y él me culpa desde entonces.
Benedito no dijo nada por un momento. Solo sacó su facón, se arrodilló junto a las estacas y cortó las cuerdas. El sonido de la fibra rompiéndose fue casi como una liberación sagrada. Rosália cayó de rodillas, sin fuerzas para sostenerse. Conceição la sujetó de inmediato, como si ese gesto fuera automático, aprendido a lo largo de años protegiéndose la una a la otra.
—Despacio —murmuró Benedito—. ¿Pueden caminar?
Se miraron. Compartieron algo en silencio, un secreto que Benedito aún no entendía. Luego avanzaron tambaleantes hacia el jeep.
—¿A dónde nos va a llevar? —preguntó Conceição, sin soltar la cintura de su hermana.
—A mi finca. Necesitan comida, descanso… y curas.
Conceição apretó los labios.
—¿Y qué va a querer a cambio?
Benedito la miró de frente. No era una mirada suave, pero sí limpia. De esas que no engañan.
—Nada. Solo la oportunidad de demostrar que todavía queda gente decente en este mundo.
Conceição tragó saliva, como si esa frase fuera más difícil de creer que cualquier amenaza.
—¿Y si mi padre viene por nosotras?