Benedito apretó el volante con firmeza.
—Entonces veremos si es hombre suficiente para enfrentar a alguien de su tamaño.
El jeep avanzó por caminos rotos, entre espinos y tierra agrietada. Conceição miraba todo el tiempo por el retrovisor, esperando ver una camioneta levantando polvo detrás. Rosália, en cambio, guardaba un silencio pesado, con una mano siempre cerca del vientre, como si protegiera algo más que su propia vida.
La finca de Benedito apareció al atardecer, cuando el cielo se volvió naranja y rojo, como una herida abierta sobre el horizonte. Era una casa baja de adobe, techo de tejas gastadas, corrales vacíos y campos abandonados que alguna vez debieron ser verdes. La soledad se sentía como un cuarto más.
—Aquí se quedan hasta que se recuperen —dijo Benedito, ayudándolas a bajar.
Conceição lo miró con una mezcla de agradecimiento y desconcierto.
—¿Por qué hace esto? No nos conoce.
Benedito tardó en responder. La dureza de su rostro cedió un poco, como si alguien le hubiera aflojado una cuerda por dentro.
—Porque he visto morir a demasiada gente por nada. Y ustedes no merecen cargar con los pecados de un hombre que perdió la humanidad.
Les dio el cuarto que había sido de su esposa Clara, muerta tres años atrás por una fiebre cruel que no perdonó ni su sonrisa. En aquella habitación aún quedaba un rastro de hierbas secas, y un baúl guardaba ropa doblada con un cuidado que solo se dedica a lo que duele recordar.