Se acercó hasta ver los detalles: los puños en carne viva, las marcas profundas de cuerda, las heridas viejas, moretones que no eran de una caída. Eran señales de casa, de puertas cerradas, de gritos apagados.
—¿Quién les hizo esto? —preguntó con una voz áspera, como lija, pero cargada de algo que se parecía a la indignación.
La joven rubia intentó hablar, pero solo salió un soplo seco. Benedito sacó su cantimplora del jeep y se la acercó con cuidado. Ella bebió desesperada, y el agua le corrió por la barbilla como si fuera oro líquido.
—Fue… fue mi padre —logró decir al fin, tragando dolor—. El coronel Tertuliano Madureira.
El nombre cayó al suelo como una piedra. Benedito lo conocía. Todos lo conocían. Dueño de tierras, dueño de hombres, dueño de silencios. Un señor de bigote gris y corazón de piedra, famoso por arreglar disputas con violencia y por usar la ley como un sombrero: solo cuando le convenía.
Benedito apretó la mandíbula. Había oído historias de crueldad, pero aquello… abandonar a dos hijas en la caatinga para que se asaran vivas… era un tipo de maldad que ni el sertón, acostumbrado a tragedias, debía aceptar.
La morena abrió los ojos apenas y, con un esfuerzo enorme, dijo:
—Me llamo Rosália… también soy hija de él.
La joven rubia, recuperando fuerza, añadió: