PADRE ATA A SUS HIJAS PARA MORIR EN EL DESIERTO – PERO UN HOMBRE LO CAMBIÓ TODO PARA SIEMPRE

El sol caía a plomo sobre el sertón, ese mar inmóvil de tierra reseca donde el viento levanta polvo como si quisiera borrar los pasos de la gente. En aquel rincón del interior brasileño, la ley no estaba escrita en papel: estaba marcada por el hierro, por el miedo y por la sombra larga de los coroneles que mandaban más que cualquier juez.

Dos muchachas estaban atadas a estacas de madera, clavadas en el suelo pedregoso como si fueran animales destinados al sacrificio. Tenían la piel quemada, los labios rotos de sed y los ojos apagados por el cansancio. Aun así, en la forma en que mantenían la cabeza, en la rigidez de los hombros, quedaba algo que no se rendía. Una dignidad herida, pero viva.

La mayor, morena, con el cabello largo pegado a la cara por el sudor y la arena, respiraba con dificultad, como si cada inhalación le costara un mundo. La otra, más joven y rubia, miraba al horizonte con una mezcla de rabia y desconfianza, esa expresión que solo aprende quien crece entendiendo que la bondad casi siempre llega con un precio oculto.

Cuando escucharon el motor, ninguna supo si era el final o un milagro. Un jeep viejo, cansado como un burro de carga, apareció por el camino de tierra. Levantaba una nube de polvo, pero avanzaba firme, como si el conductor conociera ese suelo y sus trampas de memoria.

El hombre al volante se llamaba Benedito Ferreira. Tenía cuarenta y nueve años y una cara donde el tiempo había escrito con cicatrices. Barba cerrada, ojos claros bajo un sombrero de cuero, y una mirada de esas que no se asustan fácil porque ya han visto demasiado. Frenó de golpe al notar las siluetas amarradas bajo el sol.

Se quedó un segundo inmóvil, como si el cerebro necesitara confirmar lo que los ojos ya habían entendido. Luego bajó despacio, sin movimientos bruscos. No era prudencia: era respeto. En la vida del sertón, un gesto equivocado podía terminar en bala.

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