Pero no fue lo único que descubrió. Buscando entre archivos viejos, halló documentos de la empresa de su padre. Contratos con Ramiro de años atrás, facturas infladas, cartas donde Arturo Herrera hablaba de desviar fondos y de “evitar que la verdad hunda el apellido”. También encontró un seguro contratado poco antes del incendio en el que había muerto su hijo.
El mundo se le vino abajo. No solo Verónica y Ramiro lo habían traicionado. Su propio padre también había construido parte de su fortuna sobre la mentira y el fraude.
Esa mezcla de rabia, dolor y claridad se convirtió en decisión.
Primero tendió una trampa. Dejó que Ramiro creyera que aún podía usar el gas como arma. Instaló un sistema de seguridad nuevo en el garaje y avisó discretamente a la policía. Cuando el socio trató de manipular las válvulas una vez más, una explosión controlada y las sirenas preparadas dejaron expuesto su intento.
En medio del humo, Ramiro fue esposado. Minutos después, Verónica también, al quedar al descubierto las grabaciones de su voz planeando la muerte de su prometido y las transferencias ilegales.
No hubo gritos de Julián. No hubo escenas dramáticas. Solo una quietud helada en su mirada cuando ella intentó decir: “No fui yo sola…”.
Más tarde, en una llamada desde la cárcel, Verónica murmuró:
—Tu padre también tenía algo que ocultar. Si de verdad quieres limpiar tu nombre, mira más atrás.
Y él ya lo había hecho.
Lo que vino después no fue fácil. Ante los socios, Julián renunció, vendió sus participaciones y declaró públicamente la verdad sobre el fraude, las cuentas ocultas y el incendio. No justificó a su padre ni se justificó a sí mismo. Solo dijo: