—Prefiero perder un apellido que seguir viviendo sobre cenizas.
Con el dinero obtenido, creó la Fundación “Hogar Seguro” para niños en situación de calle. Aquella casa que Mateo había dibujado, con su tejado torcido y la palabra “SEGURA” temblorosa, se convirtió en el símbolo de algo nuevo.
El día de la inauguración, el salón estaba lleno de gente, cámaras, periodistas. En una pantalla proyectaban fotos de niños jugando en patios limpios, comiendo en mesas largas, durmiendo en literas con mantas de colores.
Julián habló al micrófono sin papeles en la mano:
—Durante años creí que el hogar era una mansión, un apellido, una cuenta bancaria. Hoy sé que hogar es el lugar donde un niño puede dormir sin miedo. Esta fundación no nace de la caridad, sino de la culpa transformada en responsabilidad.
Entre el público, un niño con traje prestado y sonrisa tímida lo escuchaba con los ojos brillantes. Era Mateo. Lo habían encontrado tiempo atrás, gracias a un policía que lo reconoció por la denuncia de desaparición. Desde entonces vivía con Julián, en una casa más pequeña, sin lujos, pero llena de dibujos en las paredes y olor a comida sencilla.
Cuando los aplausos bajaron, el millonario —o exmillonario, como ya lo llamaban algunos— lo llamó al escenario.
Mateo subió despacio, con ese caminar de quien todavía no se acostumbra a ser visto.
—Todo esto —dijo Julián, mostrando el edificio, las fotos, la palabra “Hogar Seguro” en letras grandes— empezó con un niño que me gritó en medio de la lluvia: “No entre a la casa, es una trampa”. Si hubiera seguido mi camino, hoy no estaría aquí.
El público guardó silencio. Algunos sabían la historia, otros la escuchaban por primera vez.
—Ese niño está aquí a mi lado —continuó—. Me salvó la vida esa noche… y también me la salvó después, cuando me obligó a ver quién era de verdad.
Mateo sintió un nudo en la garganta. Miró al hombre que antes solo conocía de los anuncios, ahora sin corbata, sin máscara.