Mateo la miró con una mezcla de miedo y rabia.
—Yo solo quería avisarle al señor Julián…
—No sabes ni lo que oíste —escupió ella—. Cuida tu imaginación, o te va a costar caro.
El niño intentó hablar con Julián esa noche. Le contó a medias del hombre en el despacho, de las firmas, de algo que iban a hacerle. Pero el empresario, agotado y saturado, solo respondió:
—Necesito pruebas, Mateo. No puedo acusar a nadie por lo que un niño cree haber oído.
Las palabras fueron como una puerta cerrándose. Esa misma madrugada, con una tormenta desatada afuera y el perro a su lado, Mateo hizo la mochila, abrió la ventana y se fue.
Julián despertó con un trueno, un presentimiento y la puerta trasera golpeando con el viento. Encontró la cama vacía, la mochila desaparecida y, en el suelo, un dibujo arrugado: una casa rodeada de niños sonrientes y, encima, la palabra “SEGURA” escrita con letra chueca.
Sintió que se le partía algo por dentro. Otra vez un niño se le escapaba entre las manos.
Lo buscó por la ciudad bajo la lluvia, recorrió esquinas, refugios, viejos toldos. No encontró nada. Solo el silencio y la culpa.
Días después, un exchofer de la mansión, Diego, lo citó en un parque y le entregó un pendrive.
—Callé demasiado —dijo—. Aquí hay grabaciones de Ramiro y… de ella. El fuego del pasado nunca se apagó, señor Herrera. Solo lo taparon con dinero.
Esa noche, Julián escuchó la voz de Verónica diciendo “todo debe parecer un accidente”, las risas brindando “por el accidente perfecto”, los planes de mover dinero usando su nombre, las burlas de Ramiro. Cada palabra era un golpe directo a todo lo que había creído.