—Tranquilo —dijo Julián—. Anoche dijiste la verdad. El gas había sido manipulado. Quiero que me cuentes lo que viste.
Mateo lo miró desconfiado.
—Si hablo, a lo mejor se enoja conmigo…
—Primero vamos a comer. Luego decides —respondió el millonario.
El hambre ganó. Minutos después, el niño estaba sentado en una cocina que parecía de película, devorando pan tostado y huevos como si no hubiera un mañana. Julián, sentado frente a él, lo observaba con una mezcla extraña de curiosidad y ternura, una sensación que creía perdida desde que había muerto su hijo en un incendio años atrás.
—¿Cómo sabías quién era yo? —preguntó.
—Usted está en todos los carteles del centro —contestó Mateo, sin dejar de masticar—. Los que no tenemos nada miramos más.
Esa frase le quedó clavada. Los que no tienen nada miran más.
Cuando Verónica, su prometida, entró en la mansión y se topó con el niño, frunció los labios detrás de su sonrisa perfecta.
—¿Y este? —preguntó con un tono azucarado.
—Me ayudó anoche —respondió Julián, sin apartar la mirada.
—Siempre te gustaron los gestos de caridad —replicó ella, clavando los ojos en Mateo como si fuera un intruso.
La tensión quedó flotando en cada rincón.
Con el paso de los días, el niño se quedó en una pequeña habitación junto a la lavandería. Un techo, una cama limpia, agua caliente: para Julián era algo mínimo; para Mateo, paraíso. Por las noches, el chico se sentaba en el despacho mientras el empresario trabajaba. Miraba los cuadros, los libros, la foto de un niño que ya no estaba.