“NO ENTRES A LA CASA, TU NOVIA TE TENDIÓ UNA TRAMPA” — GRITÓ EL NIÑO POBRE AL MILLONARIO…

—Todo el mundo lo sabe —respondió Mateo, con la voz entrecortada—. Pero si entra, algo muy grave le va a pasar.

Hubo un segundo de silencio, pesado. Luego, el empresario suspiró, cansado.

—Sácalo de aquí —ordenó al chofer.

—¡No, por favor! —gritó Mateo, forcejeando—. ¡Le digo la verdad! ¡No entre a la casa, señor!

El portón se abrió. El auto avanzó y la reja se cerró detrás de él con un sonido seco que retumbó en el pecho del niño. Mateo cayó de rodillas en el barro, empapado, viendo cómo el coche desaparecía entre los árboles.

“Ya está”, pensó, con un nudo en la garganta. “Hice lo que pude.”

Dentro de la mansión, las luces se encendían solas mientras Julián dejaba el abrigo. Todo estaba en orden, impecable, como siempre. Sin embargo, un olor extraño flotaba en el aire, dulce y artificial.

Frunció el ceño.

—Ese aroma… —murmuró, siguiendo el rastro hasta el garaje.

Abrió la puerta. El aire adentro era pesado. Al accionar el interruptor, un pequeño chispazo saltó del sistema eléctrico. Julián dio un paso atrás, instintivamente. Algo en su cuerpo, más rápido que su mente, le gritó que ahí había peligro.

Llamó al jefe de mantenimiento.

Minutos después, el hombre revisaba las válvulas con las manos temblorosas.

—Señor… esto no es una fuga normal. Las conexiones fueron aflojadas a propósito. Si alguien hubiese encendido una chispa… —calló, trago duro—. Habría sido un desastre.

La frase le golpeó con fuerza. Y entonces, como si viniera desde muy lejos, escuchó otra vez la voz del chico: “No entre a la casa, señor…”

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Julián no pudo dormir. Y no sabía que aquella decisión de no creer del todo y, aun así, revisar… no solo le había salvado la vida. Estaba a punto de derrumbarlo todo: su relación, su apellido, y la historia que creía conocer de su propia familia.

A la mañana siguiente, encontró a Mateo durmiendo bajo un toldo, abrazado a un perro callejero. El niño se sobresaltó al sentir una mano en el hombro.

—No tengo nada, señor, no me quite lo poco que tengo —balbuceó.

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