El miedo le decía que se quedara escondido. Algo más profundo —tal vez la memoria de su madre diciéndole que no fuera cobarde— lo empujó a correr.
Salió disparado bajo la lluvia, con los charcos salpicándole los tobillos, repitiéndose una sola frase en la cabeza: “No puede entrar. Si entra, algo terrible va a pasar”.
A unas cuadras, vio cómo un auto negro se acercaba a la mansión. Faros encendidos, vidrios oscuros, una elegancia que desentonaba con la noche. Mateo se lanzó frente al capó y golpeó con las dos manos.
—¡Pare! ¡Pare, por favor!
El chofer frenó bruscamente, salió furioso y lo agarró del brazo.
—¿Estás loco, mocoso? ¿Quieres morir aplastado?
La puerta trasera se abrió. Un hombre de traje oscuro, rostro sereno y reloj brillante lo miró desde el interior. Mateo lo reconoció: lo había visto en vallas publicitarias, en revistas de la calle. Era Julián Herrera, el millonario del que todos hablaban.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con voz fría.
Mateo temblaba, pero no retrocedió.
—No entre a la casa, señor, por favor. Escuché a unos hombres en su garaje. Su… su novia les pagó para que pareciera un accidente. Hablaron del gas, de las válvulas, de que usted iba a morir.
El chofer bufó.
—Es un chico de la calle, señor. Sabe inventarse historias para llamar la atención.
Julián miró al niño de arriba abajo. Rostro sucio, ropa empapada, ojos demasiado serios para su edad.
—¿Cómo sabes quién soy? —preguntó.