De pronto, el celular de Emilio vibró. Contestó y se quedó pálido.
—Es de la prisión —murmuró.
Todos lo miraron.
—Marcos Lucero… se enteró. De la muerte de su hijo. Lo vigilan porque creen que intentará quitarse la vida. Pregunta si alguien vino al funeral.
La capilla quedó en silencio absoluto. Miguelón se adelantó:
—Ponlo en altavoz.
La voz de Marcos sonó quebrada, casi irreconocible:
—¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Alguien fue por mi niño?
Manolo respiró hondo.
—Sí, Marcos. Aquí estamos. Más de trescientos. No está solo. Tu hijo tuvo la despedida que merecía.
Un sollozo atravesó el teléfono. El hombre que había sido temido en las calles lloraba como un niño.
—Gracias… No sé cómo agradecerles. Yo no estuve… yo fallé.
—Tu hijo preguntaba si aún lo querías —dijo Miguelón, con voz firme—. Y hoy nos toca decirte: sí lo querías. Y él lo supo, porque no se fue solo.
Marcos guardó silencio. Después, con la voz rota, susurró:
—Ustedes salvaron más que a mi hijo. Me salvaron a mí.
El cortejo