El ataúd fue cargado entre aplausos y motores rugiendo al unísono. El pequeño féretro blanco, sobre los hombros de ocho moteros, recorrió la calle escoltado por cientos de motocicletas. Las personas salían de sus casas, asomadas a los balcones, preguntándose quién era ese niño capaz de unir a tantos.
En el cementerio municipal, el nicho anónimo lo esperaba. Pero los moteros no lo permitieron. Entre todos reunieron dinero en minutos, billetes arrugados y generosos. Compraron una lápida digna, con su nombre grabado:
Tomás Lucero
2015 – 2025
Amado y recordado por muchos.
Nunca solo.
Epílogo
Los periódicos hablaron al día siguiente: “Cientos de moteros despiden a niño olvidado”. Algunos lo vieron como un acto de redención, otros como un mensaje de humanidad en medio del caos.
Emilio, con lágrimas al recordar a su esposa, sintió que había cumplido. Manolo y los Nómadas volvieron a su local, sabiendo que ese día habían hecho lo correcto. Y Marcos Lucero, en su celda, dejó de pensar en la soga que tenía escondida. En vez de eso, comenzó a escribir cartas. Cartas para un hijo que ya no estaba, pero que le enseñó que aún quedaba algo de bondad en el mundo.
Porque aquel día, gracias a cientos de motores rugiendo al unísono, un niño no se fue solo.