Ningún niño se va solo

Emilio no entendía lo que ocurría. A las dos de la tarde, el aparcamiento de la funeraria vibraba con un rugido ensordecedor. Tres cientos doce motos

llenaban no solo el estacionamiento, sino tres calles a la redonda. Hombres y mujeres con chaquetas de cuero, parches bordados y cascos brillantes se bajaban uno a uno.

Cuando la puerta de la capilla se abrió, Emilio contuvo la respiración. Dentro, un pequeño féretro blanco esperaba. A su lado, un ramo modesto de flores de supermercado. Nada más.

—¿Eso es todo? —preguntó Sierpe, uno de los moteros más duros.
—Las flores son del hospital —admitió Emilio—. Protocolo estándar.
—Que le den al protocolo —gruñó alguien.

Uno a uno, los moteros fueron pasando frente al ataúd. Hombres rudos, con lágrimas en los ojos, dejaron pequeñas ofrendas: un peluche, una moto de juguete, flores, incluso una chaqueta de cuero infantil con el bordado “

Jinete Honorario”.

Pero fue Lápida, un veterano de las Águilas, quien rompió el alma de todos. Sacó una foto arrugada y la colocó junto al féretro.
—Este era mi niño, Javier. Tenía la misma edad cuando la leucemia me lo arrebató. No pude salvarlo. Pero ahora, Tomás, no estás solo. Javier te enseñará el camino arriba.

Las lágrimas corrieron. Nadie conocía a Tomás, pero todos hablaban como si fuera suyo. Y de algún modo, lo era.

La llamada inesperada

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