Ningún niño se va solo

El frío de aquella mañana de otoño se sentía distinto. En Guadalajara, el viento solía traer consigo un olor metálico, mezcla de humo y asfalto, pero ese día el aire olía a vacío. Emilio Pardo, director de la funeraria Paz Eterna, llevaba más de dos horas sentado en la pequeña capilla. Frente a él, un féretro blanco permanecía inmóvil, como suspendido en el tiempo. Adentro, yacía el cuerpo de

Tomás Lucero, un niño de apenas diez años que había muerto el día anterior de leucemia.

Emilio había visto miles de despedidas: funerales fastuosos, modestos, caóticos y hasta grotescos. Pero lo que jamás había visto era un funeral donde

nadie aparecía. El chico había sido criado por su abuela, la única que lo visitaba durante su enfermedad. Y el destino, cruel como pocas veces, había decidido llevársela también: un infarto la dejó en la UCI justo el día antes del entierro de su nieto.

Servicios Sociales ya había firmado los papeles. La familia de acogida que lo había tenido por un corto tiempo se desentendió. La parroquia se negó a oficiar el servicio porque “no podían asociarse con el hijo de un asesino”. Y la funeraria, pese a su deber, estaba a punto de enterrar a Tomás en un

nicho municipal anónimo, con apenas un número por lápida.

Emilio, con lágrimas contenidas, tomó el teléfono. Había un nombre que se le cruzaba en la mente: Manolo “El Tuerto”

, un viejo conocido, presidente de los Jinetes Nómadas, un club de moteros de la ciudad. Había tratado con él años atrás, cuando su esposa murió de cáncer. Los moteros habían escoltado aquel cortejo fúnebre por amistad y respeto. Y hoy, Emilio sentía que el único capaz de entender la injusticia de aquel momento era él.

—Manolo, necesito ayuda —dijo con voz quebrada.
—¿Qué pasa, Emilio? —respondió el motero, aún con el café humeante en la mano.
—Tengo un niño aquí… murió de leucemia. Nadie viene a despedirse. Y no vendrá nadie.

Manolo frunció el ceño, apretando los dientes.
—¿Niño de acogida?
—Peor —suspiró Emilio—. Es hijo de Marcos Lucero.

Ese nombre bastaba. Todos lo conocían. Marcos Lucero, un hombre marcado por la violencia, cumplía cadena perpetua por un triple homicidio en un ajuste de cuentas. Su rostro había aparecido en todos los noticiarios. Y ahora su hijo inocente estaba a punto de ser enterrado como si nunca hubiera existido.

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