Ella apareció impecable como siempre, vestido claro, perfume floral. El cabello recogido con precisión. “¿Me llamaste, amor?”, dijo con la misma sonrisa calmada de siempre. Alberto señaló la silla frente a su escritorio. “Siéntate, por favor.” Ella obedeció cruzando las piernas con elegancia, aún sin sospechar. “¿Algún problema?” Él respiró hondo. Empujó la pantalla de la laptop hacia ella. Claudia observó las imágenes por algunos segundos. El video del jugo, el frasco, las gotas siendo mezcladas. Sus ojos se entrecerraron. ¿Qué es esto?
Alberto mantuvo la mirada fija. Tú dime. Ella intentó mantener la compostura, pero el silencio del ambiente, el peso de la verdad y la mirada devastada de Alberto fueron demasiado. Su expresión cambió, los hombros se encogieron, la máscara cayó. Tú no entiendes, murmuró. Entonces hazme entender. ¿Por qué? ¿Por qué a dos niños? Claudia se levantó de golpe, caminando de un lado a otro del despacho como una fiera acorralada. “Era por dinero, Alberto. Me metiste en un testamento”, gritó con la voz desbordando desesperación.
“Si Eduardo moría, parte de la herencia sería mía.” Y luego aparece esa niña, esa criatura, y se vuelve otra piedra en el camino. Estabas envenenando a mi hijo. El grito de Alberto resonó con una fuerza que hizo temblar las ventanas. Dio un paso adelante, los puños cerrados. Lo mirabas a los ojos, lo cuidabas, decías que lo amabas mientras lo matabas poco a poco. Claudia lloraba ahora, pero había rabia en su mirada. Yo solo quería salir de esta vida, Alberto.
Solo eso. Lo planeé todo, despacio, sin dolor. Y la niña apareció de la nada, lo arruinó todo. El silencio que siguió fue mortal. Los ojos de Alberto temblaban. Ya no reconocía a esa mujer. Fue en ese momento que las sirenas discretas cortaron el silencio afuera. Claudia entendió. Corrió hasta la ventana. ¿Llamaste a la policía? Alberto no respondió. El sonido de las llantas en la entrada de la mansión fue suficiente. Ella corrió al closet, sacó una maleta que ya estaba lista.
“Tú, tú ya lo sabías. Desde hace días lo sabías”, gritó abriendo la puerta lateral del despacho. Bajó por las escaleras traseras como si lo hubiera ensayado. Uno de los empleados intentó detenerla, pero ella lo empujó. corrió por el jardín con la maleta en la mano, el cabello suelto, gritando palabras sin sentido, pero no llegó lejos. Al girar la esquina de la piscina, se topó con tres patrullas y dos oficiales armados. La maleta cayó al suelo. Claudia gritó, lloró, intentó escapar, pero fue inmovilizada, esposada frente a los empleados de la casa.
Eduardo lo vio todo desde la terraza sin entender. Alicia miraba por la rendija de la ventana en silencio. Los flashes de las cámaras lo captaron todo. El escándalo comenzaba ahí, pero para Alberto el verdadero escándalo ya había ocurrido por dentro. Amó y confió en la mujer que intentó quitarle la vida a su propio hijo. Y eso, eso nunca lo olvidaría. La detención de Claudia cayó como una bomba en redes sociales y noticieros. La imagen de la mujer esposada, gritando frases confusas y siendo empujada dentro de la patrulla frente a la mansión millonaria recorrió el país en minutos.
Todos querían entender cómo una esposa tan recatada, tan carismática y envuelta en causas sociales podía ser acusada de envenenar a dos niños. Pero eso era solo el comienzo. Las autoridades abrieron una investigación completa y al indagar en el pasado de Claudia, descubrieron un rastro de silencio y tragedia que nadie jamás imaginó. Dos exparejas, dos hombres ricos y en cada relación una coincidencia escalofriante. Hijos pequeños muertos en accidentes domésticos, nunca del todo aclarados. En uno de los casos, un niño de 6 años habría caído por las escaleras.
En el otro, una niña se ahogó en una bañera. Las investigaciones de aquella época nunca llegaron a ninguna parte. Faltaban pruebas. Los testigos eran débiles. Claudia sabía llorar bien, sabía exactamente qué decir y siempre se escapaba. Pero ahora con el video de las cámaras, el informe toxicológico y la confesión grabada por Alberto, su imagen ya no era la de una esposa injustamente acusada, era la de una depredadora disfrazada. Los titulares invadieron los portales. “Madrasta venenosa”, preguntaba uno.
Asesina de infancias. ¿Quién es la verdadera Claudia? Decía otro. La sociedad, antes encantada con su elegancia, ahora la veía como la encarnación del peligro escondido tras una sonrisa. Alberto no dio entrevistas, evitaba las cámaras, quería proteger a su hijo y aún más a Alicia. Ellos no eran noticia, eran víctimas. Niños que sobrevivieron a algo que ningún niño debería vivir. Veía los reportajes en silencio, muchas veces llorando en voz baja. Sabía que pudo haber sido peor. Sabía que casi los pierde a ambos.
En el hospital, Alicia seguía internada para monitorear su recuperación. Los exámenes mostraban que los daños habían sido contenidos a tiempo, pero su cuerpo seguía frágil. Aún más frágil que su cuerpo, era su mirada, callada, profunda, como quien vio y entendió más de lo que cualquier niño debería. Eduardo iba todos los días a verla, llevaba dibujos, le cantaba, contaba historias absurdas que inventaba al momento, hacía de todo para verla sonreír. A veces funcionaba. Otras veces ella solo le apretaba la mano en silencio, pero ese silencio era diferente, no era dolor, era afecto.
“Vas a mejorar pronto”, le decía él, sentado al lado de la cama con las piernas colgando. “Todavía tenemos un montón de lugares que explorar en la mansión y te quiero enseñar mi escondite secreto.” Alicia lo miraba y a veces solo le apretaba los dedos. Una tarde, cuando el sol entraba por las persianas y pintaba el piso del cuarto con rayas doradas, Eduardo apoyó su frente en la de ella y susurró, “Tú no eres solo mi amiga, eres mi hermana.