—Después del servicio militar me quedé contratado en un hospital militar —empezó, removiendo el té—. Vi a médicos trabajar bajo fuego. Salvar a quienes parecían más allá de toda salvación. Vi errores… pero también milagros. De verdad. Tania, ¿puedo preguntar… qué pasó en tu vida?
Ella guardó silencio. El aire se volvió denso. Pero en los ojos de él no había juicio: solo disposición a escuchar. Y habló. Del orfanato. Del matrimonio que se convirtió en infierno. De la mano alzada por centésima vez. Del cuchillo. Del juicio. De los seis años tras los barrotes.
Cuando terminó, Valera no dijo nada banal. Ni “te entiendo”, ni “no fue tu culpa”. Simplemente la miró y dijo quedo:
—No tienes por qué torturarte por él.
Tatiana lo miró asombrada.
—Eres el primero que lo dice… que me ve no como criminal, sino como víctima.
Su té se enfrió, pero sus corazones no.
De pronto, un coche viejo pero bien cuidado se detuvo junto a la morgue. Bajó Piotr Efremóvich: canoso, con un cigarrillo en la comisura, ojeras bajo los ojos, pero con un fuego vivo en la mirada.
—Bueno, criaturas, ¿sentados sin hacer nada? —preguntó con media sonrisa, acercándose.
Valera sonrió:
—En mi práctica, nada igual: una “amiga” le dio a otra no veneno, sino un somnífero ultrafuerte. Si la dosis hubiera sido un poco mayor, no habría despertado. Nunca.
Efremóvich suspiró hondo, miró la morgue y negó con la cabeza:
—Menos mal que decidí no hacer la autopsia hoy. Si no…
Tatiana lo miró, con el corazón encogido ante el pensamiento:
—Nunca imaginé que algo así fuera posible. Que la muerte pudiera ser un engaño. Que la vida pudiera volver.
A la mañana siguiente salió de la morgue con la sensación de que algo había cambiado en su interior. Ya no era la que solo fregaba suelos, se escondía en las sombras y temía ser vista. Era la que había visto aliento donde otros veían solo muerte.