Tatiana salió corriendo.
—¡Tu novia está viva! —gritó, dirigiéndose al novio.
Él la miró, y en sus ojos, por fin aquel día, titiló la luz.
—¿No mientes?
—¡No! ¡Está viva!
Él saltó como un muerto resucitado y corrió hacia las puertas. En ese momento, la camilla salía de la morgue.
—¡Voy con ustedes! —gritó.
—¿Quién es usted? —preguntó el médico.
—Soy su esposo —susurró, rompiendo en sollozos—. Hoy fue nuestra boda.
El médico asintió; su voz fue cortante pero urgente, como si cada palabra se arrancara de la carne del tiempo:
—Al coche, rápido. Cada minuto es una gota de sangre que no se puede perder.
Aullaron las sirenas, parpadearon las luces, y la ambulancia salió disparada, rasgando el silencio matinal como una espada al tejido. El vehículo desapareció en la esquina, dejando solo una estela de polvo y un eco de esperanza. Tatiana y Valera se quedaron allí, como dos guardias en la puerta entre la vida y la muerte, contemplando con alivio indescriptible.
—Tatiana —dijo en voz baja Valera, cuando por fin cesó el temblor en sus dedos—, parece que hoy has salvado una vida humana.
Se detuvo, midiendo sus palabras, y añadió:
—El doctor dijo que si no hubiese sido por el frío de la morgue, si el cuerpo no hubiera ralentizado el metabolismo… no habría sobrevivido. El veneno administrado era extraño: no letal, sino un agente de sueño profundo. Tan fuerte que la respiración casi se detuvo, el pulso se volvió imperceptible. No es envenenamiento; es… casi una simulación de la muerte.
Tatiana se enjugó lentamente las lágrimas que brotaron solas —no por miedo ni por agotamiento, sino por la comprensión: había hecho lo que parecía imposible.
—Vida por vida —susurró, mirando a lo lejos—. Quité una… y devolví otra.
Valera oyó sus palabras. No la juzgó. No se sorprendió. Solo sonrió, esa sonrisa cálida y sincera con la que se recibe el amanecer tras una larga noche en vela.
—Tatiana —dijo—, ¿tomamos un té? Este lugar no es precisamente acogedor… pero caray, hoy se convirtió en un lugar de milagros.
Ella asintió. Por primera vez en muchos años sintió que podía simplemente… estar.
—¿Afuera?
—¿Por qué no? —sonrió él—. Aquí, donde todo empezó.
Se dirigieron al mismo banco donde poco antes se había sentado el novio abatido. Ahora parecía un símbolo de renacimiento: como si la tierra misma recordara que aquí, en este lugar, una esperanza perdida había vuelto a la vida.
Sentados juntos, Tatiana miró con atención a Valera por primera vez. Parecía joven, pero de cerca se veían las huellas de los años. Las gafas le daban aire de estudiante, pero su voz, sus gestos y las arrugas junto a los ojos contaban otra historia. No era solo un camillero. Era alguien que había pasado por más.